Amadeo Puebla Rodríguez
Sacerdote de la diócesis de Ciudad Real y miembro del IEME.
El envío "ad gentes” de una Iglesia local, doméstica, diocesana, de algunos de sus hijos e hijas, como misioneros diocesanos, es un gesto de generosidad responsable, de solidaridad fraterna, de enriquecimiento y fecundidad en la donación, de comunión entre Iglesias, e incluso signo de la única fe entre los cristianos. Y es que ser o propiciar francotiradores espirituales o eclesiales, no es propio de nuestro ser Iglesia, y aún menos de una Iglesia que por naturaleza es misionera. Podemos caer en la tentación fácil, debido a la escasez de vocaciones de hacer de nuestras iglesias diocesanas “ghettos”, o realidades eclesiales amuralladas, olvidando que la semilla de la generosidad responsable siempre da frutos abundantes en número, pero también, y sobre todo, en calidad y caridad espiritual en las comunidades que lo practican.
Por todo ello, el misionero diocesano, renueva nuestra iglesia local, y es participe y promotor de una nueva creación desde el Espíritu. Como también, se puede decir, que impregna, enriquece de manera diferente, según la persona y carisma, al resto de la Iglesia.
La actividad evangelizadora, es el punto de referencia, de partida, de llegada, y esencia que autentifica nuestro ser, pensar y actuar como misionero diocesano. Y es que ante el mandato evangélico de “Id por el mundo entero…” sólo podemos responder diciendo “Aquí estoy Señor que tu siervo escucha” porque Dios se convirtió en Servidor y esa es su herencia de la que nos hace partícipes: el servicio al hombre. Servicio desde la pobreza y valentía de nuestra Iglesia “No tengo plata ni oro, mas lo que tengo, te doy: en el nombre de Jesucristo el Nazareno, ¡anda!”. (Hch. 3,6).