Amadeo Puebla.
Siempre pensé que mi sacerdocio sin
ser misionero tendría una tara fatal, creo que por eso y por algunos ejemplos
de vida sacerdotal que dejé que calasen en mí y fecundasen mi espiritualidad y
eclesiología, hiciesen que la vida de un sacerdote de pueblo, que no quiere
decir poco universal, estuviese disponible y al servicio de la Iglesia y una Iglesia que
considero esencialmente católica, hermana y corresponsable del “Id por el mundo
y anunciad el Evangelio”. Las cosas buenas hay que cuidarlas, mimarlas y hacerlas
crecer muchas veces en medio de los afanes de cada día y de las obligaciones
que desde la fidelidad se asumen, quizás por eso un día en el año 2001 y
después de unos cuantos años de sacerdocio en nuestra diócesis de Ciudad Real
por aquellos pueblos de la comarca de Almadén que tanto quiero, fui enviado
primero a formarme en las lides de la misión ad gentes y después en la
expectación de aquel que es enviado a un país como la República Dominicana.
Y es que para hacer que una lámpara esté
siempre encendida, no debemos de dejar de ponerle aceite. Y con esa ilusión, y
pasión sin excepción de miedo y respeto a lo desconocido me dejé enviar a
aquellas tierras caribeñas, lejos de la realidad de los guetos para novios y
vacacionistas que la propaganda turística nos recuerda.
Años felices, llenos de vivencias
que no son experiencias ocasionales y pasajeras que sólo marcan un compás de la
partitura de la vida, cuando de lo que
se trata es que hagan de tu vida y del Mensaje de Dios a sus hijos una sinfonía
llena de ritmos variados: andante, vivace, presto, prestissimo y por su puesto
allegro, pero siempre contando con los silencios. Qué suerte poder compartir y
acompañar, que es muy diferente a ayudar, a todos esos hijos e hijas de Dios
que tienen en su gran mayoría hambre real de Él. Siempre recuerdo aquella frase
que decía que “lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los
hombres buenos no hagan nada”. Me dejé hacer, y me mandaron a Barahona, lejos,
lejísimo de Punta Cana y Bávaro, y muy cerca de Haití a una parroquia llamada
del Perpetuo Socorro.
Allí los ocho años y pico han pasado
sin darme cuenta, quizás por la intensidad de vida que se tiene en el día a día
y también porque cuando uno hace lo que
debe y gusta, el tiempo corre rápido. Años con alegrías y decepciones, con
frustraciones y realizaciones, tiempo de Dios, y es que como digo en muchas
ocasiones hay que tener caridad de vida en vez de calidad de vida. La Palabra de Dios fue el
centro de mis inquietudes y trabajo, es
esa Palabra y no otras palabras la que
realmente hace inquietar a las personas desde su intimidad y realiza el milagro
de la conversión y la comunidad, el milagro del encuentro personal-comunitario
y el compromiso por el Reino. Surgen algunas comunidades eclesiales de base,
laical, débiles pero con entusiasmo, y se trabajan algunos proyectos de
educación, alimentación, medicina, sociales, todo con esa esencia “en Aquel que
nos conforta”, en la celebración de la fe en comunidad, en la formación
sistemática y desde la alegría del Evangelio. Así años y años que pasan y
quedan, como decía la canción de “todo pasa y todo queda”.
Años de acción de gracias que no son
un adiós sino un hasta pronto, pues como antes os decía las cosas importantes
hay que cuidarlas y yo lo hago todos los días y no como un mero recuerdo nostálgico,
incluso cuando me invitaron a venir a España a algo tan diferente y que me
hacía poca ilusión como es la animación misionera, teniendo que dejar mis
otras: casa, madres, padres y hermanos, hijos e hijas de Sto. Domingo. Pero
naaaaa, cuando te dicen que es un servicio para la Iglesia las excusas no
sirven ni son válidas, y así me he visto casi cuatro años de peregrinación que no
de vagabundeo de diócesis en diócesis, de seminario en seminario, arciprestazgos,
grupos, emisoras de radio y televisión, institutos y universidades, ámbitos
difíciles para un cura de pueblo que fue enviado a tierras caribeñas; un
trabajo que sin saber nunca los frutos es grano sembrado en la confianza de las
cosas de Dios. Tengo la sensación de ser un afortunado, he conocido España y su
Iglesia, desde el corazón que son sus seminarios y sacerdotes, religiosos y
religiosas. Le doy gracias a Dios por las maravillas que ha obrado en mí.
Ahora de nuevo listo, por un tiempo,
para ser de nuevo enviado a mi querida diócesis de Ciudad Real, a sus gentes y
comunidades. Que sea, como siempre, lo que más convenga.
Agradecer también desde estas líneas
a la delegación de misiones y a su delegado Damián su constante cercanía y
ánimo.
Amadeo Puebla.
Misionero en República Dominicana.