Monseñor Julio Parrilla. (artículo extraído de "El Comercio)
El pasado 20 de febrero, la prensa narraba el asesinato de un
joven en Bastión Popular (Guayaquil). Uno más entre tantos. Lo peor es que esta
cuenta sin fin se nos ha hecho soportable y, lo mismo que con el covid, estamos
aprendiendo a vivir con los capos de la droga, el sicariato y los muertos. En
el caso que nos ocupa hubo algo novedoso: lo botaron maniatado del carro y, al
minuto, estalló la bomba que le arrancó la cabeza. Para defender el propio
territorio y escarmentar al enemigo hay que ir sofisticando el método.
Más allá de los pormenores (cosas terribles vemos cada día
dentro y fuera de las cárceles) lo que queda en evidencia es la violencia atroz
que padecemos, nuestra incapacidad para erradicarla, la impunidad que nos
embarga (y que embarga al Estado de Derecho). ¿Cuándo reaccionarán nuestros
gobernantes? Sólo cuando reaccione la sociedad civil. En algún momento
tendremos que dejar de lado las estadísticas e ir a los problemas de fondo: el
trabajo, la familia, la educación, las oportunidades y tantas otras cosas que
hacen la vida digna y posible.
Pero hay más. La bomba pegada a la cabeza como una lapa es la
imagen de la vida dinamitada, de la vida que nada vale, supeditada al dinero y
al poder de la manada. La vida perdida, aniquilada, maltratada. La vida, que es
el único espacio sagrado, el que tendríamos que cuidar con mimo, la auténtica
carita de Dios. Lo demás son máscaras que nos ponemos o nos quitamos según nos
convenga.
Un país vale en la medida en que defiende la vida. Y el nuestro se va convirtiendo en un país duro de pelar. En el reino de la razón sería un lugar a evitar y, sin embargo, nos toca luchar por él y por cada uno de sus habitantes. Alguno dirá: “Que se maten entre ellos”. No es así. La violencia engendra violencia y no tiene límites. No se olviden de las víctimas colaterales y secuenciales. La violencia alcanza a todos y que el muerto sea un malandrín poco me consuela. Yo quiero un país en el que nadie dinamite la vida.
Imagen: Vicente Gaibor del Pino (Reuters)