Guatemala, 17 de febrero de 2013
Santidad!
Soy un sacerdote de a pie; español
y manchego, para más señas; y, durante todo su pontificado, caminando con la
Iglesia de Guatemala, en un enorme barrio periférico de la ciudad. Una zona,
declarada “roja”, a causa de la violencia. Y, enrojecida ella misma, por culpa
de la pobreza, del desempleo, de la desesperanza. Como resultado, un deterioro personal y
familiar alarmante. Su población es muy joven: de cada 100 feligreses de esta
enorme parroquia (unos 100.000 habitantes), 70 son menores de 30 años. Alguien
podría pensar: ¡qué esperanza! Pero, visto desde aquí, uno tiene que confesar:
¡qué problema! Un grupo de afortunados han logrado su trabajo y sobreviven;
pero, la inmensa mayoría malviven. Y la
mal-vivencia, en la carencia de todo, es la madre de todos los vicios. Muchas
veces, Santidad, he pensado: es que, si no tienen vicios, estos jóvenes no
tienen nada!!!. Así de dura es su vida… ¡No vaya a pensar que nos les ayudo con
todas mis fuerzas a superarlos positivamente! Ésa es una de las razones de mi
camino guatemalteco.
Me salió un párrafo de
ambientación. En el momento de su renuncia lo que quiero decirle, ante todo, es
que la he percibido como un acto de amor a la Iglesia, de humildad personal y
de coherencia profética. Y por esa
“lección magistral”, le digo de corazón: “Muchas gracias, Santidad”. Le
confieso que, cuando escuchaba la noticia, en la madrugada del lunes aquí, no
daba crédito a mis oídos… Me convencí de que era cierto, cuando, desde la misma
radio, conectaban con la sala de prensa del Vaticano, en la que el P. Lombardi
estaba explicando la noticia, dando lectura al texto latino que usted mismo,
Santo Padre, había comunicado en la ceremonia de canonización ¡Era verdad!
Repuesto del impacto de la
primera reacción, no tuve más remedio que dar gracias a Dios por la humilde
valentía que supone su renuncia. Al día siguiente, leí que el cardenal
Maradiaga, aquí cerquita, en Honduras, había declarado que si el aceptar es un
gran acto de valentía, mucho más lo es el renunciar. Me identificaba totalmente
con su autorizada opinión. Romper tantos
siglos de historia de la Iglesia con una renuncia papal significa para usted,
Santo Padre, entrar a nuestra historia eclesial por la puerta grande.
He visto luego la enorme variedad
de interpretaciones. Sesgadas algunas, malintencionadas otras… Unas llenas de
respeto, otras de admiración, otras de menosprecio hacia usted, Santo Padre, y
hacia quienes con usted, y bajo su ministerio de sucesor de Pedro, formamos la
Iglesia católica. Vivo mi ministerio en una tierra bendita y hermosa, pero
plagada de sectas. Aquí “desembarcaron”, como fruto de una estrategia política
del Norte: era preciso dividir una Iglesia que había tomado una decidida opción
por los pobres y que se convertía en conciencia crítica, en pleno conflicto
armado. Y lo consiguieron. En la mayoría de estas sectas se cultiva el “odio”
hacia la Iglesia católica. Un contexto en el que la renuncia de Su Santidad
está sirviendo para ataques furibundos contra la Iglesia católica.
Objetivamente, su gesto, de una humildad de quilates debería servir para
acallar los gritos. Pero, créame, Santidad, a veces uno se siente, con el
salmista, “en una soledad, poblada de aullidos”. Y no puedes reaccionar con la
“racionalidad” que encierra su admirable gesto. El fundamentalismo no entiende
de racionalidades. Más bien, las ve como el mayor enemigo. ¡Qué bien lo expresa
Su Santidad en una frase rotunda de su Mensaje de Cuaresma: “para una vida
espiritual sana, es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo
moralista”! Glosándolo, me atrevería a
extenderlo y decir: “rehuir tanto el fideísmo como el racionalismo”.
Todos hemos percibido, en su
fecundo pontificado, una gran preocupación por el racionalismo y el relativismo
imperantes, sobre todo, en las sociedades europeas. Nos hemos identificado con
su clamor de dejar espacio a un Dios que no es enemigo del hombre, sino la
posibilidad de su existencia y plenitud.
Usted, Santo Padre, ha puesto en la palestra la cuestión de Dios, con la
honestidad del intelectual, con la convicción del teólogo y con la pasión del
creyente ¡Gracias por esta mediación profética! Nos da a los creyentes la
convicción de que, en nuestro amor por el hombre, no nos subimos a las nubes
cuando nos presentamos y actuamos como testigos del Dios de la vida y de la
pasión por lo humano. Nos ha hecho descubrir, Santidad, que no sólo moralmente,
sino teológicamente, “nada humano nos es ajeno”. Por eso, en el mismo Mensaje de cuaresma, nos
repite: “nunca podemos separar o, incluso, oponer fe y caridad”.
Nuestro contexto, sin embargo, en
su generalidad, no es racionalista, sino fideísta. Sobre todo, en los estratos
más populares, que son los más. Por eso, ni imaginarse puede, Santidad, las
“barbaridades bíblicas” que están manejando quienes miran su renuncia desde
fuera de la Iglesia, pero desde dentro
de “la sola Escritura”. Los argumentos típicos de un fundamentalismo radical
campan por sus respetos. Y nuestros sencillos creyentes no saben qué responder.
Meterse en la lógica fundamentalista es el camino más fácil…, y algunos lo
toman. Pero, es un camino que no lleva a ninguna parte. Los desatinos de las
reacciones fundamentalistas de estos días, me han llevado a pensar en el juicio
tan severo que la Pontificia Comisión Bíblica, en su documento sobre “La
Interpretación de la Biblia en la Iglesia”, daba sobre el mismo, cuando decía
de él que es “un suicidio del pensamiento”.
Por estas tierras, Santidad, el problema de “la cuestión de Dios” no tiene
la relevancia que ha adquirido en Europa. Nuestro problema no es tanto la
“cuestión de Dios”, sino la “cuestión del Dios, revelado en Jesús de Nazaret”. Tenemos una fe en Dios, que, en mucha de la
gente, también de nuestra Iglesia, no ha pasado por la Encarnación. Y, al no
hacerlo, le falta la “densidad humana” que dio Jesús al acto de fe e, incluso,
a los contenidos de la fe. Muchos tenemos claro que “creer no es
comprometerse”, pero también nos parece que el compromiso es como el sacramento
de la fe. Usted, Santidad, nos lo dice
muy claro cuando, en su Mensaje de cuaresma, endosa un “no” rotundo a la que
llama “dialéctica” entre fe y caridad. Llama “limitada” a “la actitud de quien
hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando,
y casi despreciando, las obras concretas de caridad, y reduciéndolas a un
humanitarismo genérico”. El otro extremo- nos recuerda también - sería pensar
“que las obras pueden sustituir a la fe”.
Santidad, como malos hermeneutas,
nos quedamos siempre con lo que nos
conviene, que no es precisamente lo que demandan los signos de los
tiempos concretos en los que trabajamos pastoralmente. Por lógica, en nuestro caso, deberíamos acentuar su advertencia de que no
vale una fe que subestima y desprecia las obras de caridad, pero nos gusta más
acentuar su otra advertencia: “que las obras no sustituyan la fe”… Y, aquí nos
tiene, teóricamente cada vez más lejanos de los hermanos separados, pero
prácticamente más cercanos a su “eje fundamental”: que la sola fe es la que nos
salva. No se puede imaginar hasta qué grado de “esperanza pasiva” lleva esta
convicción religiosa. En la última campaña electoral, entre las numerosas
pancartas que vieron la luz, había una que prácticamente, pedía el voto para
Dios. Decía así: “Sólo Dios puede salvar a Guatemala”. Recuerdo que,
comentándolo con las gentes de mi parroquia, yo les decía: “he visto un cartel,
que me parece que está equivocado. Creo que le falta algo”. Hubiera sido, en
efecto, un mensaje cabal, si hubiera
dicho: “No sólo Dios puede salvar a Guatemala”. Me ha dado mucha alegría pensar
que ante esa pancarta, usted, Santidad, hubiera reaccionado del mismo modo.
Porque, así nos comunica en su Mensaje de Cuaresma: la iniciativa de Dios, que
acogemos en la fe, “lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad,
más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de caridad”.
Nos invitan sus palabras a una “esperanza activa” de la que ya habló el
Concilio y de la que tanto carecemos por
estas tierras.
Sobre el eco pastoral de sus
encíclicas – esas que, ahora, algunos,
con desdeño, dicen que nadie las ha leído -, le quiero compartir tres cosas
que, personal y pastoralmente, me han servido mucho (son muchas las que se
quedan en el tintero, o en la computadora, para ser más exactos). Una se
refiere al impacto pastoral, entre gente muy sencilla, que ha tenido el fuerte
y decidido arraigo de la promoción de la justicia y del ejercicio de la caridad
que usted, Santidad, les ha dado tanto en “Deus Caritas est” como en “Caritas
in Veritate”. Han descubierto que no es simplemente por ser humanamente generosos y abiertos, sino
principalmente por ser creyentes, por lo que se han de preocupar por los demás.
Que su fe no es “cabal” (como se dice por aquí), si no entraña, en el mismo
acto de creer, y no como un mandamiento posterior para quien ya es creyente, la
entrega efectiva y concreta a los demás.
La segunda, es la recepción de un
punto muy candente por estas tierras. El contacto con el complejísimo mundo de
las sectas, a mucha de nuestra gente les hace pensar si será verdad que “ya
están salvos” ellos y nosotros lo tenemos difícil o imposible. En “Spe salvi”,
da usted, Santidad, un criterio que, explicado, lo entienden y, créame, se les
nota una cara de felicidad esperanzada: habla usted de que, con relación a la
salvación, tenemos una “esperanza confiable”. El secreto está en el
“confiable”. Yo les digo: “les hago una promesa: después de esta reunión, vamos
a ir en una nave espacial, a danos un paseo por la luna. ¿Creen que lo vamos a
hacer? La respuesta es, evidentemente negativa. “¿Lo ven?, les digo, ésa es una
esperanza “no confiable”. “Bien –continúo-, ahora piensen en ustedes. Ustedes
son papás. Tienen una casita, un terrenito, un televisor, una cocina -y no muchas cosas más -, pero esas las
tienen. Ustedes les dicen a sus hijos: - cuando muramos, todo esto va a ser
para ustedes. ¿Cómo es la esperanza de sus hijos?” Viera también la respuesta
unánime: CONFIABLE. Y desde ahí, resulta
fácíl hacer entender el YA, pero TODAVIA NO. Y comprenden mucho mejor lo de “herederos de Dios, coherederos con Cristo”
La tercera cosa se refiere a la “imagen de
Dios”. Mire, Santidad, también por el ambiente religioso, tan extendido por
estas tierras, nuestra gente tiene una imagen de Dios que, con frecuencia, no
ha pasado por Jesús de Nazaret. La
insistencia de muchos grupos religiosos en la imagen del Dios del Antiguo
Testamento entra con fuerza en el “imaginario religioso” de todos. Después de
la tormenta Stan, recién llegado a Guatemala,
recuerdo a un furibundo pastor
que, por televisión, con el dedo acusador, amedrentaba a la gente: “por sus
pecados, por sus pecados, Dios los ha castigado…”. Usted, Santidad, con su
palabra y ejemplo, nos ha transmitido la imagen del Dios de Jesús (incluso nos
ha regalado con tres tomos sobre su “historia”): el Dios del amor y de la
respuesta en la sencilla obediencia de la fe.
La imagen del perdón, que no es “licencia para pecar”, sino
descubrimiento de la obediencia del amor.
No me importa que esta carta vaya
ya siendo larga. El acontecimiento de una renuncia papal, bien merece el
desahogo de un hijo con su padre, que se retira al silencio de la oración.
Será, sin duda, un silencio elocuente. Sin embargo, usted, Santidad, ha hablado
con frecuencia de otro tipo de silencio: “el silencio de Dios”. Esos momentos
duros en los que parece que Dios no responde. La gente suele creer que un Papa
tiene “hilo directo con Dios”, que se lo da todo solucionado, cuando se levanta
cada mañana. Quizás usted, Santidad, mucho mejor que nadie, nos podría contar
cómo y cuánto pesa ese silencio de Dios. Pero, lo mismo que hay tantas cosas
“sub secreto pontificio”, ésta quedará para siempre “sub Pontificis secreto”.
Pensando y rezando por su Santidad, me ha
venido a la mente la figura de un profeta: Jeremías. A un hombre de exquisita
sensibilidad humana y religiosa, como era el profeta, le tocó denunciar con valentía
los pecados de su propio pueblo. Su sensibilidad humana y religiosa, Santidad,
la “delata” su propio porte externo y la ternura y delicadeza de su trato. Lo
mismo que Jeremías se sintió profundamente herido por dentro hasta honduras
insospechadas (los de su propio pueblo lo llamaron traidor), imagino que
también sus heridas han sido muy dolorosas. Se las hemos causado entre todos,
cada quien según sus responsabilidades. Usted, Santidad, nos pedía perdón por
sus defectos. Nosotros, al menos yo, le queremos pedir perdón por el
sufrimiento que, entre todos, le hemos podido causar. Como buen padre, nos
había soñado usted de otra manera…, pero ha tenido que sufrir actitudes muy
distantes al mensaje de Jesús. Y usted mismo, Santidad, ha tenido que advertir
con severidad sobre el afán de poder, de prestigio, de fama…, muy lejos de la
actitud de Jesús “que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en
rescate por muchos”.
En la antigua ceremonia de lo que,
entonces, se llamaba “entronización del Sumo Pontífice” había un momento
simbólico, que no dejaba de impactar. Era como una advertencia al nuevo Papa:
“Pater sancte, sic transit gloria mundi” (“Santo Padre, así pasa la gloria del
mundo”). Se cantaba, mientras eran quemadas estopas que pronto se consumían.
Aquellas glorias de antaño no son las que ahora le esperan a un Papa. Pero sí
que es verdad que lo que en el papado pueda quedar de “gloria mundi”, usted,
Santidad, lo va a experimentar ahora en situación de renuncia. No puedo leer su
corazón, pero estoy seguro de que por él ha pasado el “exinanivit semetipsum”,
“se rebajó a sí mismo”. Todo acto de humildad, y el suyo lo es de manera extraordinaria,
existencialmente acerca al misterio de la Encarnación. En el silencio monacal,
va a esperar ahora el cumplimiento de la sola “gloria Dei”, que ha sido un eje
fundamental de su pontificado.
Al contemplarlo, retirándose a un
lugar solitario para orar, solamente un ruego: que no se “cansen” sus brazos,
alzados para la súplica. En ellos, queremos vernos todos levantados hacia el
Señor, en los duros trabajos del Evangelio. En la oración, los seguirá
compartiendo con todos nosotros.
Con todo el afecto y admiración
por su gesto profético, ¡gracias, Santidad!
P. Pedro Jaramillo Rivas.- Párroco de San Juan de la
Cruz