Santidad!
Déjeme que le diga que me resulta extraño llamar a un Papa
“Francisco”. Estábamos acostumbrados a otros nombres papales. Pero, por algo es
usted el primero en la historia: El primero en llamarse Francisco, el primer
papa latinoamericano, el primer jesuita, elegido Sucesor de Pedro…
Le escribo, Santidad, desde América Latina. Un día, va a hacer
ya ocho años, me vine a acompañar y a ser acompañado por esta Iglesia
latinoamericana, en uno de sus lugares más bellos: Guatemala. Por mi tierra de
origen, La Mancha, algunos pensaron que hacía una “quijotada”. Pero le digo que
no encontré aquí los fantasiosos molinos de viento para luchar contra ellos,
como lo hiciera aquel mi ilustre paisano. Encontré a gentes cercanas, ansiosas
de una vida distinta, esperanzadas en que “otro mundo es posible”, aunque no
atinen a formular ni el cómo ni el cuándo esto sucederá. Me encontré inmerso en
una, muchas veces, no expresada esperanza.
Una esperanza que, hoy, ha recibido un nombre, cuando un Jorge
Mario se ha convertido en un Francisco primero. El nombre que usted ha elegido,
Santidad, es todo un signo.
Es verdad que, en su itinerario espiritual, lo han
acompañado dos grandes Franciscos: Francisco Javier y Francisco de Borja. Pero,
no sé por qué, pero todos pensamos que su mente se ha ido tras el Francisco de
Asís. Quizás usted mismo algún día nos lo diga. O, también sin decirlo, podamos
leer en sus palabras y gestos, en todo su estilo de vida, que su nombre no es
un simple sonido, que tiene un sentido, que es programa y es camino. Su primera
llamada a la fraternidad entre todos, tiene ya un sabor “franciscano”. Arranca
de Cristo, que derribó los “muros” que aíslan y nos encierran. Pero, tuvo en
Francisco un insigne pregonero. Tan total y tan fuerte que hermanó no sólo a
los hombres; también lo creado lo acogió y lo acercó con una dulzura de
hermano.
Desde hoy, el Continente de la Esperanza ha encontrado un
asidero nuevo. Es usted, Santidad. El Espíritu ha cruzado finalmente el Océano.
Y vino a posarse en estas tierras benditas que acogen a tantos creyentes en
Cristo. Entre bromas, en su saludo, usted mismo decía que los cardenales habían
ido a fijarse hasta el confín de la tierra. Pero nunca mejor hemos entendido
nosotros que es el Espíritu el que donde quiere sopla. Es verdad, sin embargo,
que esta vez ha soplado a su gusto. Como en la historia todos lo han sido,
usted, Santidad, será el Papa de todos y para todos. Pero, también lo sabemos:
la forja de nuestras personales historias echa raíces en nuestras tierras
concretas. Y configura miradas al mundo, teñidas de experiencias muy cercanas.
¿Podrá su mirada enseñarnos a ver nuestro mundo y nuestra Iglesia, a sentir
nuestra historia y a vivirla por todos desde los pobres masivos, desde las
víctimas de la violencia? ¿Seremos todos capaces, a través de su mirada, de
reparar en la injusticia invasiva, con deterioros tan grandes que borran la
imagen misma de Dios en los rostros concretos de las mayorías empobrecidas en
éste, su Continente de origen?
Como, hoy, han hecho muchos, también yo he procurado acercarme a
alguno de sus escritos. Y ha caído en mis manos una hermosa homilía que usted
pro-nunciaba en Buenos Aires en un Encuentro de Pastoral urbana, en el último
septiembre ¡Cómo me ha ilusionado su idea del Dios cercano, del Dios que se
aproxima, del Dios que se hace uno del pueblo… Y hablaba usted, Santidad, no de
una cercanía metafísica, sino de una cercanía concreta, como la de Jesús, que
usted mismo describía de una manera castiza: “Jesús estaba en la cosa”. Jesús,
decía usted, no hizo proselitismo, acompañó. Usted sabe, Santidad, cuánto
necesitamos que esa experiencia de Dios tome cuerpo en nuestra América Latina:
“el Dios del encuentro y el Dios que pone al pueblo en el camino del
encuentro”. Y afirmaba usted la necesidad que tenemos de una “cultura del
encuentro que nos hace hermanos e hijos y no socios de una ONG o prosélitos de
una multinacional”. Y terminaba usted exclamando: “¡Cercanía: ésa es la
propuesta”! ¡Cómo me resonaba, hoy, esa propuesta, en la llamada a la
fraternidad universal que nos hacía en su primer saludo como Francisco I!
Como buen transmisor de la fe, Su Santidad ha sabido enseñarnos,
ya desde su primer encuentro, no sólo con las palabras, sino también con los
gestos. Le digo de corazón: he sentido una profunda emoción cuando, antes de
bendecirnos, ha pedido usted que fuera su ya pueblo universal el que pidiera,
primero, al Señor, la bendición para usted. Que, siempre, Dios diga-bien de
usted, Santidad y que, siempre, pueda decir-bien de nosotros. Que lo bendiga y
que nos bendiga.
Viéndolo en el balcón de la Basílica, sencillo, emocionado,
acogedor, cercano, orante… Guatemala se ha sentido bendecida. He podido
percibir en los rostros de la gente un real asomo de esperanza ¡Claro que
expresaban la alegría de que usted, Santidad, sea latinoamericano! Pero, créame
que no se gozaban por una especie de malentendido orgullo. Más bien nos ha
invadido a todos el gozo de la cordial cercanía. “Sabemos que el Papa es de
todos y lo será para todos –me decían - , pero estamos muy contentos de que
Dios haya escogido el regalo para todos de uno de nuestras tierras. En él,
todos nos percibimos un poco más entregados al mundo”.
Santidad, sabemos que no le va a ser tan fácil. Pero, a
imitación de Jesús, con sus propias palabras en aquella misma homilía, como
arzobispo de Buenos Aires, le queremos recordar que “Jesús estaba en la cosa”.
Hoy, mucha gente también me ha dicho: “yo le quisiera decir al Papa que jamás
se sienta solo. Que todos rezamos por él”. Y pensaba yo en los Hechos de los
Apóstoles, cuando Pedro habla de Jesús: “…la cosa empezó en Galilea”… y me
decía: “Para Francisco I, la cosa ha comenzado en Roma” Hago mía la súplica
final de aquella su homilía del último septiembre: “Que Dios nos conceda esta
gracia de la cercanía, que nos salva de toda actitud empresarial, mundana,
proselitista, clericalista… y nos aproxima al camino de Él: caminar con el
santo pueblo fiel de Dios” De corazón: ¡Buen camino, Santidad!