Fr. Manuel Jesús Romero Blanco, O.P.
Misionero dominico en República Dominicana
Soy Manuel Jesús
Romero Blanco, misionero dominico. Nací hace 50 años en el pueblo de Granátula
de Calatrava y desde 1996 he vivido en distintas partes de América Latina. En
la actualidad me encuentro en la ciudad de Santo Domingo, capital de la
República Dominicana, país al que llegué destinado por mi Orden religiosa en el
año 2005. Desde el 2007 vivo en esa ciudad donde desempeño mi trabajo y
comparto mi fe junto a aquellos que el Señor me ha puesto en el camino.
En los últimos
tiempos me he dedicado a labores educativas, formativas, administrativas,
religiosas y pastorales. Básicamente mis campos de actuación son la educación,
la formación y la atención pastoral. Soy profesor en los dos centros de
teología que hay en la ciudad de Santo Domingo: el Seminario Pontificio Santo
Tomás de Aquino y en el Centro de Teología “Santo Domingo de Guzmán”, regentado
por los dominicos, del que, además, soy su director desde hace más de dos años;
formador en la casa de formación que los dominicos tienen en Santo Domingo, de
donde soy su superior, y párroco de la Parroquia Santa Catalina de Siena,
situada en un populoso y marginal barrio de la capital.
En septiembre de
1989 entré en la Orden de Predicadores, los dominicos; hice mi primera
profesión religiosa al año siguiente en Salamanca, y, en esta misma ciudad, fui
ordenado sacerdote en 1996. En septiembre de ese mismo año, fui destinado a
completar mis estudios a Brasil y desde entonces hasta el presente he vivido en
América Latina: primero en Brasil, después en Perú y ahora en República
Dominicana.
Recuerdo
perfectamente mi vocación específicamente misionera. Estaba en el noviciado de
los dominicos, en Caleruega (Burgos, España), y un religioso, que recién
acababa de venir a España de Guatemala, nos habló de su experiencia entre las
comunidades indígenas en la Alta y Baja Verapaz, dos regiones de ese país.
Quedé impresionado por su testimonio. Con el correr del tiempo, otros
testimonios y vivencias, por parte de otros misioneros y misioneras, fueron
sembrando en mi interior el deseo de vivir mi vida de consagrado en lugares que
entonces se consideraban tierras de misión. Como mi provincia religiosa tenía,
y tiene, presencia misionera en América Latina, me formé con el deseo y
esperanza de trabajar y vivir mi vida religiosa en lugares de misión, como de
hecho así sucedió.
Desde los años
de mi formación, siempre he estado preocupado por el reto que para la Iglesia,
Una y Universal, supone el Evangelio, una Buena Noticia que nos llega a
nosotros por transmisión Apostólica, en orden a una transformación interior de
la persona que la capacita para vivir con Dios, es decir, a una Santidad. Creo,
con firmeza, que Dios sale a nuestro encuentro para que, al encontrarnos con
Él, nos encontremos a nosotros mismos y nos encontremos con los otros. Pero ese
encuentro, que siempre es personal, nace de la pura gratuidad de Dios, que es
amor. Dios es amor porque es, en sí mismo, comunión y comunicación de personas.
La comunión y comunicación entre personas genera una pasión: el amor, por eso
Dios es amor. Pues bien, creo que eso se experimenta de manera especial entre
los pobres y marginados de este mundo que ponen en Dios su confianza y
horizonte vital. En mis años de estudio en Valladolid y Salamanca, pensaba que
eso podía vivenciarlo en tierras de misión: un lugar donde el Evangelio tenía
una oportunidad, porque, a diferencia de lo que veía a mi alrededor, donde los
pobres y marginados no eran sino unos resentidos sociales, me imaginaba, que
aquellos pobres y marginados, víctimas de crueles injusticias, ponían su
esperanza, como el resto de Israel, en Dios. Aunque hoy veo las cosas de otra
manera, y con mucho menos romanticismo, aquellos pensamientos y mi propio deseo
de consagrarme a ellos por entero, me animaron y consolaron grandemente.
En mi situación
actual, justo 20 años después, la misión la desempeño en dos frentes
complementarios: por un lado, como formador de futuros religiosos y sacerdotes,
y, de otro lado, como párroco de una comunidad pobre y marginada que sigue
poniendo en Dios su confianza. No es fácil vivir en la ciudad de Santo Domingo.
La violencia, la pobreza, la miseria, la corrupción, las injusticias… y todo un
rosario de desgracias, están a la orden del día. La mayor parte de la población
vive muy al día y su umbral de supervivencia es bajo. De ahí el deseo de gran
parte de este pueblo, sobre todo de los jóvenes, por emigrar, sobre todo a los
Estados Unidos o a Europa, en búsqueda de mejores oportunidades. La tentación y
oportunidad de caer en la droga o en otros vicios en esta sociedad es algo
verdaderamente asustador.
Como formador he
tenido, y tengo, el privilegio de conocer de primera mano las transformaciones
religiosas de esta sociedad que, con un poco de retraso respecto a Europa y
Estados Unidos, va por los mismos caminos de secularización y relativización
religiosa. Las vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal ya comienzan a
escasear y la merma en la práctica religiosa de los jóvenes es algo que ya
salta a la vista. Por ejemplo, en la misma parroquia a la que sirvo, hace pocos
años había tal vitalidad religiosa en la pastoral juvenil que tuvimos que crear
un núcleo coordinador de todos los grupos juveniles; en la actualidad, no sólo
no existe tal núcleo coordinador, los grupos de pastoral juvenil se han
reducido. Las nuevas tecnologías, las difíciles condiciones de vida, la
movilidad social, la ruptura generacional, el relativismo moral, la influencia
secularista de la universidad, etc. Todas esas razones unidas al desencanto
generacional y a unas no colmadas expectativas, también por parte de la propia
Iglesia, están haciendo que muchos abandonen su compromiso eclesial. Algo que
se puede observar incluso en las celebraciones.
Al mismo tiempo,
como párroco, he tenido, y tengo, la satisfacción de acompañar a un pueblo que
quiere ser auténtico en la vivencia de su fe. La Parroquia Santa Catalina de Siena está ubicada en un
barrio de bajos ingresos económicos formado, en su mayoría, por migrantes
procedentes del interior del país, sobre todo de campesinos pobres procedentes,
en buena parte, del sur del país. La Parroquia está enclavada en la ciudad de
Santo Domingo, concretamente en el municipio de Santo Domingo Este. Según una
encuesta realizada por el Dispensario Parroquial Santa Catalina de Siena, la
población actual de la parroquia supera ampliamente las 30.000 personas. De
ellas, aproximadamente, 1.500 viven en unos espacios conocidos como ‘hoyos’
(depresiones naturales del terreno donde la gente ha ido construyendo sus viviendas
de manera totalmente desorganizada). El territorio parroquial cuenta con tres
hoyos, conocidos como: el hoyo de María, el hoyo de la Alavanza y el hoyo de
Pepé. Dentro de la ‘geografía de los hoyos’ el de Pepé es el que, a ojos vista,
presenta un mayor impacto: tanto por su aberrante trazado y arquitectura, como
por sus extremas condiciones de pobreza, abandono y marginalidad. Pavorosas y
desoladoras son las condiciones de vida cotidianas en las que sus moradores
desenvuelven su precaria existencia. Una población en extremo vulnerable que
viven en unas indignas condiciones de vida, rodeados de un fuerte y penetrante
hedor, de aguas servidas, donde moscas, mosquitos y otros insectos, tienen un fecundo
campo de cultivo. Todas las familias presentan importantes carencias en su
dieta alimenticia, especialmente entre niños y ancianos.
No se trata de ahondar en
los dramas ni quebrantos humanos, se trata de acompañarlos y, en la medida de
lo posible, solidarizarnos. Las soluciones, como lo es la propia vida, tienen
que ser compartidas. Nuestra fe en Jesús es el motor que hace posible el
milagro del encuentro. El permanente milagro de la Eucaristía es la continua
transformación de sencillas ofrendas en una vida entregada que se nos da como
esperanza en medio de una sencilla alegría cotidiana. El misionero, creo yo, no
es sino un creyente que siente la pasión por el Evangelio y por el mismo Jesús,
el amigo de la humanidad, que pasó por este mundo haciendo el bien.
Se me ha pedido un breve
testimonio. Esta ha sido el mío. Agradezco a quien me lo pidió la oportunidad
de entrar en contacto con quienes ahora leen mis pobres letras. No soy un ser
excepcional, ni un héroe, sólo pretendo ser un obrero del Evangelio que quiere
servir a la Iglesia y que sabe que la Iglesia existe para evangelizar, que sabe
que la Misión en la Iglesia es su razón de ser. Gracias a todos y que Dios y la
Virgen les bendigan por siempre.
Fr. Manuel Jesús Romero Blanco, O.P.
Misionero dominico en República Dominicana