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16/10/2015

"EL MISIONERO ES UN CREYENTE QUE SIENTE LA PASIÓN POR EL EVANGELIO Y POR EL MISMO JESÚS"

Fr. Manuel Jesús Romero Blanco, O.P.
Misionero dominico en República Dominicana

Soy Manuel Jesús Romero Blanco, misionero dominico. Nací hace 50 años en el pueblo de Granátula de Calatrava y desde 1996 he vivido en distintas partes de América Latina. En la actualidad me encuentro en la ciudad de Santo Domingo, capital de la República Dominicana, país al que llegué destinado por mi Orden religiosa en el año 2005. Desde el 2007 vivo en esa ciudad donde desempeño mi trabajo y comparto mi fe junto a aquellos que el Señor me ha puesto en el camino.
En los últimos tiempos me he dedicado a labores educativas, formativas, administrativas, religiosas y pastorales. Básicamente mis campos de actuación son la educación, la formación y la atención pastoral. Soy profesor en los dos centros de teología que hay en la ciudad de Santo Domingo: el Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino y en el Centro de Teología “Santo Domingo de Guzmán”, regentado por los dominicos, del que, además, soy su director desde hace más de dos años; formador en la casa de formación que los dominicos tienen en Santo Domingo, de donde soy su superior, y párroco de la Parroquia Santa Catalina de Siena, situada en un populoso y marginal barrio de la capital.
En septiembre de 1989 entré en la Orden de Predicadores, los dominicos; hice mi primera profesión religiosa al año siguiente en Salamanca, y, en esta misma ciudad, fui ordenado sacerdote en 1996. En septiembre de ese mismo año, fui destinado a completar mis estudios a Brasil y desde entonces hasta el presente he vivido en América Latina: primero en Brasil, después en Perú y ahora en República Dominicana.
Recuerdo perfectamente mi vocación específicamente misionera. Estaba en el noviciado de los dominicos, en Caleruega (Burgos, España), y un religioso, que recién acababa de venir a España de Guatemala, nos habló de su experiencia entre las comunidades indígenas en la Alta y Baja Verapaz, dos regiones de ese país. Quedé impresionado por su testimonio. Con el correr del tiempo, otros testimonios y vivencias, por parte de otros misioneros y misioneras, fueron sembrando en mi interior el deseo de vivir mi vida de consagrado en lugares que entonces se consideraban tierras de misión. Como mi provincia religiosa tenía, y tiene, presencia misionera en América Latina, me formé con el deseo y esperanza de trabajar y vivir mi vida religiosa en lugares de misión, como de hecho así sucedió.
Desde los años de mi formación, siempre he estado preocupado por el reto que para la Iglesia, Una y Universal, supone el Evangelio, una Buena Noticia que nos llega a nosotros por transmisión Apostólica, en orden a una transformación interior de la persona que la capacita para vivir con Dios, es decir, a una Santidad. Creo, con firmeza, que Dios sale a nuestro encuentro para que, al encontrarnos con Él, nos encontremos a nosotros mismos y nos encontremos con los otros. Pero ese encuentro, que siempre es personal, nace de la pura gratuidad de Dios, que es amor. Dios es amor porque es, en sí mismo, comunión y comunicación de personas. La comunión y comunicación entre personas genera una pasión: el amor, por eso Dios es amor. Pues bien, creo que eso se experimenta de manera especial entre los pobres y marginados de este mundo que ponen en Dios su confianza y horizonte vital. En mis años de estudio en Valladolid y Salamanca, pensaba que eso podía vivenciarlo en tierras de misión: un lugar donde el Evangelio tenía una oportunidad, porque, a diferencia de lo que veía a mi alrededor, donde los pobres y marginados no eran sino unos resentidos sociales, me imaginaba, que aquellos pobres y marginados, víctimas de crueles injusticias, ponían su esperanza, como el resto de Israel, en Dios. Aunque hoy veo las cosas de otra manera, y con mucho menos romanticismo, aquellos pensamientos y mi propio deseo de consagrarme a ellos por entero, me animaron y consolaron grandemente.
En mi situación actual, justo 20 años después, la misión la desempeño en dos frentes complementarios: por un lado, como formador de futuros religiosos y sacerdotes, y, de otro lado, como párroco de una comunidad pobre y marginada que sigue poniendo en Dios su confianza. No es fácil vivir en la ciudad de Santo Domingo. La violencia, la pobreza, la miseria, la corrupción, las injusticias… y todo un rosario de desgracias, están a la orden del día. La mayor parte de la población vive muy al día y su umbral de supervivencia es bajo. De ahí el deseo de gran parte de este pueblo, sobre todo de los jóvenes, por emigrar, sobre todo a los Estados Unidos o a Europa, en búsqueda de mejores oportunidades. La tentación y oportunidad de caer en la droga o en otros vicios en esta sociedad es algo verdaderamente asustador.
Como formador he tenido, y tengo, el privilegio de conocer de primera mano las transformaciones religiosas de esta sociedad que, con un poco de retraso respecto a Europa y Estados Unidos, va por los mismos caminos de secularización y relativización religiosa. Las vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal ya comienzan a escasear y la merma en la práctica religiosa de los jóvenes es algo que ya salta a la vista. Por ejemplo, en la misma parroquia a la que sirvo, hace pocos años había tal vitalidad religiosa en la pastoral juvenil que tuvimos que crear un núcleo coordinador de todos los grupos juveniles; en la actualidad, no sólo no existe tal núcleo coordinador, los grupos de pastoral juvenil se han reducido. Las nuevas tecnologías, las difíciles condiciones de vida, la movilidad social, la ruptura generacional, el relativismo moral, la influencia secularista de la universidad, etc. Todas esas razones unidas al desencanto generacional y a unas no colmadas expectativas, también por parte de la propia Iglesia, están haciendo que muchos abandonen su compromiso eclesial. Algo que se puede observar incluso en las celebraciones.
Al mismo tiempo, como párroco, he tenido, y tengo, la satisfacción de acompañar a un pueblo que quiere ser auténtico en la vivencia de su fe. La Parroquia Santa Catalina de Siena está ubicada en un barrio de bajos ingresos económicos formado, en su mayoría, por migrantes procedentes del interior del país, sobre todo de campesinos pobres procedentes, en buena parte, del sur del país. La Parroquia está enclavada en la ciudad de Santo Domingo, concretamente en el municipio de Santo Domingo Este. Según una encuesta realizada por el Dispensario Parroquial Santa Catalina de Siena, la población actual de la parroquia supera ampliamente las 30.000 personas. De ellas, aproximadamente, 1.500 viven en unos espacios conocidos como ‘hoyos’ (depresiones naturales del terreno donde la gente ha ido construyendo sus viviendas de manera totalmente desorganizada). El territorio parroquial cuenta con tres hoyos, conocidos como: el hoyo de María, el hoyo de la Alavanza y el hoyo de Pepé. Dentro de la ‘geografía de los hoyos’ el de Pepé es el que, a ojos vista, presenta un mayor impacto: tanto por su aberrante trazado y arquitectura, como por sus extremas condiciones de pobreza, abandono y marginalidad. Pavorosas y desoladoras son las condiciones de vida cotidianas en las que sus moradores desenvuelven su precaria existencia. Una población en extremo vulnerable que viven en unas indignas condiciones de vida, rodeados de un fuerte y penetrante hedor, de aguas servidas, donde moscas, mosquitos y otros insectos, tienen un fecundo campo de cultivo. Todas las familias presentan importantes carencias en su dieta alimenticia, especialmente entre niños y ancianos.
No se trata de ahondar en los dramas ni quebrantos humanos, se trata de acompañarlos y, en la medida de lo posible, solidarizarnos. Las soluciones, como lo es la propia vida, tienen que ser compartidas. Nuestra fe en Jesús es el motor que hace posible el milagro del encuentro. El permanente milagro de la Eucaristía es la continua transformación de sencillas ofrendas en una vida entregada que se nos da como esperanza en medio de una sencilla alegría cotidiana. El misionero, creo yo, no es sino un creyente que siente la pasión por el Evangelio y por el mismo Jesús, el amigo de la humanidad, que pasó por este mundo haciendo el bien.
Se me ha pedido un breve testimonio. Esta ha sido el mío. Agradezco a quien me lo pidió la oportunidad de entrar en contacto con quienes ahora leen mis pobres letras. No soy un ser excepcional, ni un héroe, sólo pretendo ser un obrero del Evangelio que quiere servir a la Iglesia y que sabe que la Iglesia existe para evangelizar, que sabe que la Misión en la Iglesia es su razón de ser. Gracias a todos y que Dios y la Virgen les bendigan por siempre.

Fr. Manuel Jesús Romero Blanco, O.P.
Misionero dominico en República Dominicana