José Muñoz. Mercedario.
Sé valiente, la Misión te espera.
Cualquiera que escuche esta frase
puede suponer que lo que se propone no es, o no va a ser nada fácil. Quizá no
sea la más apropiada para espíritus dudosos, pero entiendo bien que su
propósito es animar a aquellos que sienten ya alguna inquietud en su interior y
escuchan la llamada que les invita a seguir este camino.
Mi primera experiencia en la misión,
en el África profunda, allí donde se dan cita los nacimientos de los dos
grandes ríos de África, el Nilo y el Zaire me confirmó en la seguridad de
encontrarme en un lugar familiar, porque a pesar de la dificultad del lenguaje
y de la diferencia de costumbre me sentí plenamente acogido, no importa que
fueran pequeños o grandes, siempre encontrabas una palabra amable, un saludo, o
un gesto que te hacía sentir en tu casa. El problema es que no podemos
controlar todo lo que acontece a nuestro alrededor y surgen imponderables que
nos superan, cuando surge una guerra, nadie se encuentra a salvo, pero aun en
esas situaciones, frente a actitudes hostiles y agresivas que siempre están a
flor de piel, descubres gestos de altruismo y generosidad que te permiten
seguir creyendo en las personas.
Durante el tiempo que pasé en Rwanda
coincidió uno de esos momentos que te obligan a ser valiente, aunque uno no sea
guerrero. Nunca se está suficientemente preparado para afrontar esa situación,
menos cuando te tienes que convertir en refugiado en tu misma misión, buscando
los lugares más alejados del campo de batalla, y al mismo tiempo te tienes que
preocupar de otros refugiados que vienen de más lejos con apenas lo suficiente
para subsistir algunos días. Entonces teníamos que echar mano de esa valentía y
volver a la parroquia para recuperar víveres, y al hospital a buscar medicinas,
atravesando barreras de militares y confiando que siendo religiosos respetaran
nuestras vidas. Pero uno confía en aquel
que nos ha llamado y que nos acompaña en los momentos más difíciles.
Pero no podemos estirar de forma
permanente algunas situaciones, cuando
dos años después de haber recuperado la tranquilidad, siguiendo con nuestras
tareas de misión, se recrudecieron los combates, tras haber presenciado el
apresamiento de algunos feligreses, escondidos en la misión, y conocer su posterior ejecución, nos planteamos
la presencia en el lugar. Quizá sea uno de los pocos momentos en que todos, o
casi todos los misioneros nos hemos visto obligados a salir del país. A los
pocos meses volvimos, pero no a la misión, sino a trabajar con los refugiados
que esa guerra había generado, y no se puede hablar de valentía, era más bien
una cuestión de compromiso. Acompañar
los campos de refugiados en el Zaire, nos sirvió para aprender, para descubrir
la capacidad que tiene el ser humano de superar las adversidades y para
contemplar como personas que apenas tienen esperanzas siguen creyendo y
confiando.
Ahora me encuentro en un lugar más
tranquilo, en Santo Domingo, aunque el barrio en el que estoy sufre también a
causa de la violencia, los robos, la inseguridad, pero en general la gente es
acogedora y dialogante, lo que te permite mantener tus convicciones y poder
sentir que allí también estás en tu casa.