María
del Prado Fernández Martín
Misionera
Comboniana
Si
pienso en los primeros años en los que me marché con las monjas o bien en los
primeros años de la misión en el Chad, con tantas dificultades que teníamos,
pienso realmente que sí, que le eché valor, que había que tenerlo para haber
dado un paso así y continuar a pesar de todo. Pero realmente el valor no surgía
en mí como un acto de voluntad férrea, el valor surgía simplemente por querer
seguir a una persona, Jesús, que me parecía, y me sigue pareciendo, lo más
importante en mi vida.
Y
el valor lo he vuelto a experimentar en los últimos años vividos en el Congo…
valor para realizar un trabajo sin apenas medios, con condiciones muy
adversas… Pero he visto como ese valor
se ha multiplicado en infinidad de gestos de agradecimiento por parte de la
gente, en alegría compartida, en vida que surgía allí donde parecía que no
podía haber nada. El valor es como un generador de autoestima, de alegría, de
sentimientos de optimismo. Pero sobre todo el valor nos arraiga más en Dios
porque sólo Él nos da la fuerza para vivir la misión.
El
valor, como tantas otras cosas en la vida, se aprende. Y se aprende poniéndolo
en práctica, echándole valor a la vida, a las circunstancias. Es en ese
esfuerzo personal, donde crecemos como personas, donde llegamos a ser lo que
Dios quiere de nosotros.
“La
misión te espera” nos dice el lema del Domund de este año. Habrá quien piense
que “bueno, que la misión ha estado toda la vida sin mí y puede seguir
haciéndolo… “Sí, es una respuesta, claro está. Pero la misión se queda pobre si
cada uno de nosotros no entrega lo que puede entregar, lo que puede dar. Esa
suma de “negaciones” nos empobrece. Pero por el contrario una “suma” de
donaciones, realizadas con valor, con opciones concretas de cada día, por
pequeñas que sean, crean solidaridad, desarrollo, condiciones de vida mejores.
Sí,
realmente la misión sigue teniendo necesidad de nosotros, no porque seamos
mejores, sino por la capacidad de amar que podemos ofrecer al mundo. Un amor
que no nace de mi voluntad, sino que viene de Dios, que me habita y me capacita
para amar. Y hoy día, donde esa lógica del amor y de la donación no es lo que
prevalece, creo que hay que tener valor para ir contracorriente y decir que sí,
que la misión vale la pena, que no hay amor pequeño para ofrecer, que todo amor
sirve para la misión.
Si
uno se tira a una piscina sin saber nadar le tiene que echar ciertamente valor
para ello. Así también sentimos como un vértigo ante la misión, pero realmente
no aprenderemos a vivir la misión si no nos metemos en ella, si no damos lo
mejor de nosotros mismos, cada uno allí donde esté, en la misión que el Señor
le haya confiado. ¡Y para esa misión se necesita mucho valor!
¿Qué
paga voy a tener por ello? ¡Ninguna! Pero voy a experimentar una alegría y una
serenidad únicas que vienen de Dios. Y voy a ver y “tocar” como esa alegría
genera vida alrededor de mí.