La
crisis económica que estamos viviendo debería ser una ocasión para reflexionar
sobre lo que hemos hecho mal hasta llegar a donde hemos llegado, corregir los
errores y aprender de los fallos. Pero parece que las medidas que “dictan los
mercados”, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, los grandes
dirigentes... miran a sanear las grandes cifras macroeconómicas, a costa de
cargarse el tejido social de las naciones. Lo han vivido los países de América
Latina con la crisis de la deuda externa, mil veces pagada, y lo han sufrido la
mayoría de las naciones de África. Ahora, la receta se la tiene que aplicar a
sí misma la vieja Europa. Y los recortes nos hacen ver más cerca que en otras
ocasiones dramáticos casos de desesperación: desahucios inhumanos, padres que
avalaron a sus hijos y lo han perdido todo, familias en paro...
Así
las cosas, las situaciones de crisis, que tendrían que sacar lo mejor de
nosotros mismos –y hay casos en esta dirección–, pueden e incluso suelen
producir efectos en sentido contrario. Es lo que ha ocurrido con las ayudas al
desarrollo. Una circunstancia que ha denunciado recientemente el arzobispo de
Tegucigalpa y presidente de Cáritas Internacional, cardenal Óscar Andrés
Rodríguez Maradiaga, quien ha señalado que muchos Gobiernos del mundo han
suprimido sus ayudas a los pobres, cuando tendría que ser “la única cosa que no
se debería tocar”.
No
es un decir. Las cifras de la ayuda pública al desarrollo difundidas el pasado
4 de abril por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE) han reflejado, por primera vez desde hace quince años, una clara
tendencia a la baja. Los países industrializados miembros de esta organización
han consagrado un poco menos del 0,32% de su Producto Interior Bruto (PIB) a
contribuir al desarrollo de los países empobrecidos. ¿Dónde queda el famoso
compromiso adquirido ante Naciones Unidas de destinar el 0,7% del PIB a este
objetivo?
Especialmente
llamativos han sido los recortes en países como Canadá y España. En el caso
español, el Consejo de Ministros aprobó el 30 de marzo los Presupuestos
Generales del Estado para el año 2012, en los que se reduce la asignación anual
al Ministerio de Exteriores y Cooperación un 54,4%, lo que supone una
disminución en la Ayuda Oficial al Desarrollo del 47,6%, llegándose a situar en
niveles de 2005. Es en estos momentos, cuando se pierde la solidaridad con
quien más lo necesita, cuando la Iglesia –y los misioneros son un destacado
ejemplo– ha de mantenerse firme en el ejercicio de la caridad y seguir
adelante, con mayor fuerza si cabe, en su compromiso con la opción evangélica
por la justicia, que es ponerse al servicio de los más pobres y excluidos de
nuestro planeta, volcándose en los que padecen hambre, enfermedad y viven
muriendo para subsistir.
Como
en alguna ocasión ha señalado el papa Benedicto XVI, necesitamos una “solidaridad
global más grande” para combatir tanto la pobreza material, como el
subdesarrollo moral que padece el mundo. Por su parte, el cardenal Rodríguez Maradiaga ha afirmado: “No nos hemos preocupado suficientemente
de la evangelización de lo político y de los políticos, de lo económico y de
los economistas”. Y es que el Evangelio no parece haber llegado lo
suficiente a los mercados.