Soy
Felicidad Ruiz Muñoz, natural del pueblo de Membrilla (Ciudad Real). Un día, ya muy lejano, sentí la llamada a la
Vida Religiosa e ingresé en la
Congregación de Adoratrices.
Después de unos años de formación fui enviada a Japón como misionera,
donde permanecí 33 años. Este país fue
para mí un mundo realmente desconocido y nuevo.
Tiene arraigadas en su tradición las
grandes y fuertes religiones del Sintoísmo y Budismo y los cristianos
son una minoría. Esto quiere decir que la labor evangelizadora ha de ser de
mucho respeto mutuo, tratando de ser un buen testimonio de la religión que
profesamos, sin imponerla.
Desde el 1999, debido a mi trabajo,
tuve ocasión de visitar las casas y centros que tenemos por toda la geografía, en
cuatro continentes y varios
países. Fue una hermosa y rica
experiencia, que me han enriquecido
grandemente y han ampliado mis horizontes y ensanchado mi corazón. Me
impactaron de una forma especial los países más pobres, como Bolivia, Perú,
Ecuador, República Dominicana, India, Camboya, etc. Después de vivir
tantos años en Japón, me encontré con realidades nuevas. Me impresionó la
piedad de estos pueblos, su tono festivo expresado en su rico y variado
folklore y gran hospitalidad. Formulan sus oraciones con tal fuerza, que el Señor no podrá por menos de “oír los gritos de su pueblo”. Pueblos no
pobres, sino empobrecidos. Ricos y lindos en su naturaleza y su gente pero cada
vez más explotados y marginados. En estos lugares, los misioneros realizan una
importante misión humanitaria y evangelizadora.
Ante esta realidad, me pregunto: Que nos dice a nosotros,
los occidentales? Materialmente nos podemos considerar privilegiados, teniendo todas las necesidades básicas cubiertas, pero gozamos de la alegría
que vemos en esa gente que se conforma y
es feliz con lo poquito que tiene y eso lo sabe compartir? No nos habremos olvidado de los valores fundamentales y
los hemos cambiado por un bienestar y consumismo que nos lleva al egoísmo, violencia, tristeza y
depresión?
Ante el día del Domund, la Iglesia nos invita a no encerrarnos en nosotros mismos y a pensar
en los demás. Aportemos cada uno/a lo poquito que podamos, con nuestra oración
y ayuda material, para que todos puedan vivir con dignidad humana.
Agradezco al
Señor mi vocación misionera, que me ha hecho muy feliz y he recibido de ella
más que he dado.